Después
de 28 años volví a mi pueblo, en su día grande.
No
puedo describir la emoción que sentí al ver a mi Cristo por sus calles, esas
calles en las que di mis primeros pasos y que tan pronto dejamos para comenzar
una nueva vida lejos.
Todos
los años, ese día, estuviésemos donde estuviésemos volvíamos toda la familia.
Mi
padre se pedía el día libre y con nuestros trajes recién comprados nos
dirigíamos, todos emocionados, a Órgiva para asistir a la Procesión del Señor
de la Expiración.
A
las seis de la tarde con el Cristo aún en la Iglesia, en la plaza empezaba
arder la pólvora.
Recuerdo
el ruido ensordecedor de los cohetes, el suelo moviéndose bajo mis pies, mi
mano sujetando fuertemente la de mi padre, mi hermana abrazada a mi madre y mi
hermano haciendo fotos.
Esa
escena la vivíamos año tras año hasta que mi padre partió.
En
ese momento la tradición se rompió, como tantas y tantas otras cosas.
Este
año he vuelto con mis amigas, mi madre y mi hermano también partieron y a mi
hermana le fue imposible ausentarse del trabajo.
Ellas
me acompañaron, me arroparon y gracias a ellas no me sentí sola.
Todo
ha sido distinto porque la vida es distinta, porque yo soy distinta.
Mi
fe ha madurado al igual que yo y hay tantas y tantas cosas que veo y siento de
otra forma pero hay dos que siguen
siendo iguales, mi amor por Cristo y el amor que siento por mi familia.
Esa
familia que amo aunque esté muy lejos y nos veamos de tarde en tarde.
Pero
ésta es otra historia, la historia de un encuentro y os la contaré mañana.
m